sábado, 1 de marzo de 2008

Permitido Suicidarse en Primavera

Soy un anónimo de entre cuarenta y cinco y cincuenta años (o mejor dicho era) cuando aún estaba vivo. Tenía bigotes y además iba bien vestido.
Eso es todo lo que los medios dijeron de mi y ya es demasiado, porque si no hubiera llevado un fino bigote recortado y un traje y un reloj pulsera, la sociedad entera no hubiera lamentado en ninguna medida mi desaparición del planeta tierra, dedicándome dos o tres líneas fúnebres.

Por lo que además de un simple anónimo habría sido un anónimo indigente, un anónimo ciruja, un vagabundo sin nombre; una noticia que no vende y que a nadie le interesa comprar. Una persona que ya no tiene siquiera el derecho de suicidarse porque ya está muerta, porque ya la mataron dándole vuelta la cara; con el arma mortal de la indiferencia. Nada más que una pila de carne y huesos envuelta en apestosos harapos meados, todo cubierto con una bolsa de consorcio negra y derecho y rápido a la morgue sin una sola pregunta.

Pero sólo hablaré de mi, aunque sólo pueda conjeturar sobre lo que los demás han conjeturado de mi mismo.

Desde algún tiempo atrás ya no podía recordar los días, ni las noches, ni las horas ni los relojes. Ni un rayo indirecto de sol penetraba en la coraza de mi alma de invierno congelado, mi espíritu de ramas raquíticas y peladas, mi entusiasmo de savia estancada.
¿Por qué padecer este invierno perpetuo? Me preguntaba. Ni siquiera podía soportar el frío, ni las pesadillas del lecho de mi ser sin frazadas, un perro sufriente hecho un tembloroso ovillo de lagañas y ojos tristes, obligado a sonreír y divertir y mover la cola por dos míseros granos de alimento.

Es extraño. Solo podía recordar cada primavera. Mis últimas cuatro o cinco o seis y hasta quizá siete últimas primaveras. Se me presentaban tan claras y tan nítidas como si esas siete primaveras hubieran sido una sola. Y tal vez me parezca así porque cada veintiuno de septiembre me veía arrastrado hacia el mismo lugar, como si fuera a encontrar algo allí, alguna respuesta, algún nuevo sentido igual al que se me perdió cuando todavía podía recordar cuál era.

Y siempre encontraba la misma absurda repetición. Me sentía condenado a ser testigo de un mundo que seguía girando para el resto, un mundo de niños que ya habían crecido y que ya no eran niños. Me recortaba en monocromo de la insoportable brillantez del césped funcional y recién cortado, parejo como una alfombra o una mesa de billar. Hasta los gorriones refrescándose en charcos parecían ser empleados de la primavera y también las palomas a control remoto que solo se apuran por una miga de pan o un grano de maíz y los nuevos niños que corren y los adolescentes que gritan y cantan y se emborrachan y los olvidados ancianos, postrando su jubilación de bastón en un banco de granito. Y allá pasan los oportunistas vendedores ofreciendo sus ramos rojos y rosas de vida muerta.
Todos representaban esta gran farsa renovada, esta obrita con escenografía de cartón corrugado de colores, los hilos de la perversidad que alguien movía para que este día en especial fuera lo que se suponía debía ser...sin importar que la sangre fuera siempre otra, ésta imagen debía prevalecer.
Estaba decidido a ponerle una palo a esta rueda indigna, una piedra a sus rieles, un manotazo al volante de la línea recta; arrancar la máscara de un solo tirón y dejar en carne viva e indefensa las flacas ilusiones del mundo...

(Fragmento)

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1 comentarios:

Anónimo dijo...

Bueno digo que parece la carta que no dejo mi hermano antes de suicidarse. Y todavia estoy buscando respuestas...
Quiza jamas las encuentre pero este texto me acerca a su letra, a su estado, a su muerte y su vida. Una pobre vida, llena de nada y de droga, llena de ganas de vivir y morir, de no querer vivir como lo hacia y no saber como hacer para rescatarse.-
Bue, un saludo.-

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Y usté dice...¿cómo es que dice?...bueno, diga nomás lo que usté quiera decir!