sábado, 1 de marzo de 2008

La Influencia de la Influenza

A-a-a-chisssssss! Qué lo tiró de las patas! – dijo Ricardo Pfeiffer mientras llevaba a su enrojecida nariz un pañuelo amarillento, apelotonado de costras.

Hacía casi tres años que estaba viviendo en el geriátrico de Boulogne Sur Mer al 400. Sí, su memoria aún no fallaba; era tan fiel como el mecanismo de un viejo reloj cu-cú y aunque no saliera a cantar a cada rato su corazón siempre volvía al recuerdo de su hogar, aquel de techo a dos aguas labrado en madera.

El domingo pasado cumplió ochenta y cuatro años. Lo fueron a visitar su hija y sus dos nietos. Llevaron dos globos celestes, una guirnalda y un bizcochuelo de chocolate con dulce de leche y hasta le habían hecho soplar las velitas.
Ahora era miércoles. Volvió a estornudar y a escarbar en el bolsillo de su pantalón resfriado. Era miércoles y todavía faltaban tres días más para el día de visitas. La mitad de la semana dividía también sus emociones, las risas, besos, abrazos y el olor de las velas apagadas al ritmo de un “Feliz Cumpleaños, abuelo!”; ese brillo enceguecedor de un espejo repasado obsesivamente en la memoria más cercana, se contraponía al tenso entusiasmo de la espera, un monótono y eterno presente que dictan las hojas de plátano que caen repetidamente como si fueran siempre una sola.
Como en el interior de un afiebrado bote naufrago, Ricardo se balanceaba lentamente en la mecedora del luminoso hall de entrada. Había amaestrado los crujidos de la madera y el rítmico vaivén marino lo adormecía.
Desde el orificio izquierdo de su nariz fosforecía la destilación de un milimétrico fluir.
A-a-achisssssss! La fuerza de un inesperado envión a doscientos kilómetros por hora lo hizo doblarse en la mecedora. Otra vez!. Le picaban los ojos y sentía la jornada de trabajo de un hormiguero en su garganta.
“Pasé bien la mitad del invierno y ahora me vengo a jorobar”. –pensó.-.
Las antiguas ventanas pentagonales filtraban el infernal ruido de los colectivos que pasaban por la avenida y lo transformaban en un lejano rumor aserrado.
La escenografía se completaba con dos ancianos que se erguían impasibles sobre un tablero de ajedrez y algunas cuantas tinajas con ficus raquíticos y aburridos.
“No!, esos dos no me pueden haber contagiado. Tampoco es una alergia. Nunca fui alérgico a nada, ni al polen ni a las pelotitas de los plátanos ni a los pelos de gato. Además acá no hay nada de eso”...

(Fragmento)

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Y usté dice...¿cómo es que dice?...bueno, diga nomás lo que usté quiera decir!