sábado, 1 de marzo de 2008

Despertar!



Nadie imaginará jamás el proceso de su liberación, tan digno de figurar en el libro Guinness de los records, si éste contemplara entre sus páginas las conquistas internas de ciertos hombres anónimos que adquieren la ingenua sabiduría de la luz divina, aquellos que han observado sin ojos la magnánima esencia de la verdad absoluta.
“Si me quieren encontrar que me busquen en el fondo del río, ahí es donde estoy” había sentenciado desde el fondo de su mente.


Sonrió por un momento al imaginar estar constituido exclusivamente de fango, una estructura física de piernas, brazos y boca formada por el algodonoso lecho de un río, por el baboso organismo de la descomposición; el mismo material que lo asqueaba al contacto y que desde las plantas de sus pies revolvía de irresolución todo su ser cuando de niño, tímidamente, aventuraba otro corto paso en ese suelo invisible y repugnante de sus tardes de domingo y de isla.
Y es que su teléfono celular no dejaba de sonar, seguramente lo estarían buscando de la oficina para reprenderlo con sordas amenazas que no aceptan replicas ni pretextos, sí; era fin de mes y cierre de revista y por los menos se quedaría hasta las siete u ocho de la noche frente a su escritorio de la redacción, atiborrado de trabajo. Pero ahora se había ausentado misteriosamente y además en la oficina lo estaban buscando, haciendo sonar su teléfono celular y mandando desesperados mensajes de texto que justificaran su ausencia física.
Había dado por lo menos tres panzadas momentos después de que lo extrajo del bolsillo de su saco azul, tres olímpicas panzadas antes de hundirse definitivamente en el inconsistente lecho marrón.
Volvió a sumergirse en las cálidas aguas de su infancia, en el furor de la competencia, la búsqueda de aquella piedra perfecta, achatada; tan afilada como para cortar la superficie del agua y rasgar la piel de sus pequeñas crispaciones acuosas, una delgada porción de laja brillante que derraparía en sucesión cinco, seis y quizás más veces hasta zambullirse como su teléfono celular, convertido en una extraña especie de anfibio con una única antena negra y un croar mecánico y antinatural.
Esa mañana su corbata lo incomodaba más que de costumbre, tal vez la había enlazado demasiado rápido, enajenado de su propio reflejo mientras miraba de reojo una pava que comenzaba a hervir.
Era hora pico en la estación V., los portadores de maletines, diarios, trajes y cigarrillos apretaban los dientes, se mordían los labios y formulaban silenciosos insultos mientras formaban una incivilizada fila por sobre las líneas amarillas del andén. Al instante aparecería el tren y cada uno aseguraría su ascenso a fuerza de empujones, miradas que exigen disculpas y acartonados perdones, exprimiendo una última gran bocanada a sus cigarrillos a medias mientras profetizaban doce estaciones en las que se esconderían detrás de sus periódicos y consultarían sus relojes sin nicotina...

(Fragmento)

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Y usté dice...¿cómo es que dice?...bueno, diga nomás lo que usté quiera decir!