viernes, 16 de abril de 2010

Mar de Oboc (Cuento)


Cuento inédito que escribí hace un par de años. Hoy lo encontré de casualidad y lo rescato de su olvido para compartirlo con vos!

(Las imagenes son capturas de un video realizado en el preciso lugar donde transcurre la narración)

Estoy haciendo memoria. Parezco haberla perdido enteramente. Sólo sé que son las diez de la mañana y una gaviota me sobrevuela. Estoy tan solo como para poder gritarle “¡Hey Juan Salvador! ¿Cómo amaneció usted hoy? ¿Qué tal el desayuno?” o cualquier otra ocurrencia espontánea en la que el pensamiento se transforma en palabra hablada, aún sin nuestro consentimiento.

No hay un alma alrededor. Hay nada más que calma. La playa está desierta. Imagino por un instante una presencia humana (aún lejana) y pienso en que hubiera censurado cada una de mis palabras si existiera la posibilidad de ser sorprendido o escuchado, haciéndome sonrojar y sentir idiota y loco ¿Por qué el hombre sojuzga su propia imaginación y enmudece el impulso de su voz?

La gaviota no entiende mis palabras así que procuro comunicarme en su propio idioma pero me acerco, a lo sumo, al dialecto de una cotorra malherida.

La gaviota es insistente y demasiado confianzuda. Sabe que no puedo hacerle daño entonces pliega su tren de aterrizaje y echa anclas en el vacío y permanece suspendida a no más de metro y medio de mi cabeza.

Su pecho es radiante, hermosamente blanco y mullido y casi sentís ganas de recostarte sobre el. Continua girando su cabeza de un lado a otro tan rápidamente como si fuese victima de un tic nervioso del que no puede escapar y sus ojos son dos radares que no perderían el más mínimo movimiento allí abajo.

Ahora sopla un viento algo más fuerte y mi amiga se deja arrastrar y cae sobre la costa como un barrilete que se le clava en picada al océano para volver a remontarse casi a la altura de mi cabeza, una y otra vez.

Estoy sentando en la punta de una larga escollera. Hace tres o cuatro días que estoy en el mismo lugar. El mar es traicionero de la confianza excesiva y cada tanto me lo recuerda salpicándome con una ola que rompe más fuerte que las anteriores que ya había medido. Otras veces se estrellan en millones de partículas y la brizna le regala a mis ojos un completo arco iris y otras tantas creo que la próxima ola será la definitiva, una monstruosa pared de agua que no dará tiempo a mis pasos y arrasará con todo. ¿Ley de probabilidad? Lo improbable puede ser probable cuando estás solo, pensando, en el mar.

La caña está echada y la tanza tirante. Las arañas son las maestras de los pescadores. Comienzo a darme por vencido. La mar parece alterada por un ciclo menstrual y las rocas me atascaron varios pesos en plomadas. Sólo arrastré a la superficie a un enorme cangrejo anaranjado que me observó confundido un momento antes de lograr desanzuelarce solo.

Pocas semanas antes había hecho amistad con Lucio, un experto pescador que trabajaba en el único mercado local y en sus horas libres sustentaba su propio alimento. Tras lanzar mi línea por primera vez y recoger, el reel se atascó y se partió quedando inutilizable.

- ¿Te parece que pueda probar de tirar sólo la línea?

- ... es que te va a costar para recoger –contesta entre risas como quien debe responder a una idea encaprichada.

Mi decepción rota no se dio por vencida y al poco rato estaba arrojando desde la costa mientras pensaba que en otros tiempos nadie tendría un reel para pescar.

Llega el momento en que siento que estoy perdiendo el tiempo y me dispongo a enrollar la línea y dedicarme a otra cosa y cuando estoy en eso siento una pesada resistencia al otro extremo de la cuerda.

Una enorme corvina aparece en la costa cacheteando violentamente la arena con un sordo plaf plaf.

Le grito a Lucio y me festeja a la distancia, casi descreyendo que mi técnica haya funcionado después de todo.

No puedo quitarle el anzuelo. Se lo tragó hasta el tuétano y una vez que sujeto al pez se resbala de mis manos cobardes. Lucio aparece con un cuchillo tramontina y lo abre de un solo tajo. Las vísceras se desparraman de su interior como si estuvieran sueltas. El corazón vivo queda palpitando en la arena.

Esa misma tarde entro al mercado y Lucio llama la atención de la verdulera y la verdulera la del carnicero y de algún lado aparece la encargada de la panadería y Lucio les relata mi “hazaña” como si ya lo hubiera hecho pero no le hubiesen creído o pretendieran sorpresa ante mí, que era un desconocido. Ese pequeño incidente me dio algo de popularidad local entre el pequeño grupo de pescadores. Me transformé en el muchacho que pescó un gran pez con un método casi salvaje e imprevisto y podría probarlo mil veces más sin ningún resultado.

Y pienso en esa pequeña anécdota sin mucho sentido mientras siento que ahora la suerte se había acabado y me rodea una solitaria gaviota apartada del grupo.

¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Cuál es mi misión? Aún me cuesta recordar... y luego descubriría mucho más. Mientras tanto le doy mecha a una rica sativa tailandesa. Voy por la tercera seca cuando el viento me lo arrebata de los labios, rebota en algunas piedras allá abajo y se lo fuma el mar ¡Puta madre, es lo único que me quedaba!

Observo a mi alrededor. Hacia la derecha la costa se curva y se pierde en la distancia, allí donde los ojos hacen tope con la ciudad costera más importante: Mar del Dinero. Hacia el otro lado, casi perdida y antagónica: Mar Pequeña.

El panorama mental se esclarece lentamente. Estoy en Mar de Oboc a la diez de la mañana forzando a la memoria constipada para resolver cómo es que llegué a este lugar, una y otra y otra vez debatiéndome entre el sin sentido y lo que podía ser esclarecido; magnetizado, arrastrado más allá de mi razón.

Estoy en este paraje perdido de cuatrocientos habitantes en el que apenas vi a cuatro de ellos. Mi padre hizo de este lugar un templo al cual retirarse de tanto en cuando, un paisaje idílico, un paraíso posible en la tierra, después de todo, a pesar de todo, un rincón como este existiendo en el mundo.

Mis ojos desvirgan todo lo que ven. Rompen el himen de lo que no fue visto, al menos este día. Le dejo mi carnada congelada a la gaviota hambrienta, una bolsa entera de camarones frescos, y salgo a caminar, aún más lejos...porque siempre existirá un lugar en la lejanía y hasta el mismo horizonte es un límite.

Me vuelvo a sorprender al escucharme diciendo: “¡Mierda! Esto es hermoso” e inmediatamente me interrogo si la belleza es real y existe si no hay nadie a tu lado para confirmarlo, ni siquiera un fantasma, nadie a quien señalarle esto o aquello; absolutamente nadie con quien compartir tus impresiones.

Voy juntando caracoles como un niño emocionado. Cada paso que hago me aleja más de mi mismo. Otro caracol más bello, más grande, magnifico, me hace dejar el anterior a cambio. Los pruebo como si fueran auriculares para ver si funcionan.

El mar nocturno desparramó sus tesoros sobre la costa. Otro cangrejo, violeta, fue arrastrado demasiado lejos. Lo toco y reacciona como si lo hubiera hecho despertar de su destino, pudrirse sin volver a tocar el agua. Lo rescato y le grito “Vamos cabrón, arrancá” y la primer ola se lo vuelve a llevar.

Despierto de mi abstracción molusca y noto que la playa se convirtió en un cementerio abandonado. Esparcidos por todos lados podía ver los objetos más increíbles: una bota de goma masticada por los dientes del mar me hizo preguntar por su par, quién la usó alguna vez y cómo es que llegó allí. Una plancha planchando una sabana de arena.

Aguavivas del tamaño de un plato, fragmentos de huesos y una gorra de béisbol que se voló de una cabeza desprevenida. Conchillas partidas como piezas de una dentadura que arrebató el mar de una terrible trompada.

Un monedero desfondado cargado de arena me dijo que al mar no le interesa el dinero, aunque no devuelve los tesoros que tocan su fondo.

Irónicas latas de atún vacías, del mar vino y al mar volvió como el esqueleto de un pez de aluminio.

Sigo las huellas de alguien que calza un número menos que yo. La distancia entre los pasos es larga por lo que iría a grandes zancadas. A su lado, las huellas de un perro acompañante.

Me entretengo un tiempo en eso de pisar exactamente donde alguien más pisó, como si yo mismo anduviera sobre mis propias huellas, ya trazadas anteriormente; en ese camino que debía recorrer.

Calculo que estoy a mitad de camino pero aún faltan varios kilómetros hasta Mar Pequeña y no voy a volver hasta haber llegado.

La placentera gratitud de caminar se matizó con un signo de precaución. Mis sentidos estaban alertas.

Las olas filosas se untaban de canto sobre la tostada playa. Un bulto lejano llamó mi atención y ya había torcido mis pasos en esa dirección.

A medida que avanzo descubro que es el esqueleto de un auto incendiado. Me acerco a él esperando encontrar algo. El aliento del mar lo estaba desintegrando en partículas de oxido. Examino su interior y se me eriza la espalda cuando en uno de sus costados encuentro escrito: “Chocaron”. Miro hacia el mar y en línea recta aparecía un enorme barril de combustible tumbado de lado.

Parecía una premonición. Una mala señal. Deseé salir corriendo. Escapar. ¿Adonde?

Las pantorrillas estaban demasiado hinchadas y los pasos se arrastraban en la arena. Estaba atrapado entre la vasta inmensidad oceánica y elevados medanos cercados con alambres de púa. Mi sed pastosa me reprocha no haber traído agua. Incauto. El mar me había besado como un gato negro maldito extraído de alguna antigua superstición, apoderándose de mi aliento.

Todo cuanto veo adquiere un significado completamente distinto. El mar ruge enfurecido. La playa ya no ofrece bellos caracoles sino que se presenta agreste, salvaje, precavida de mi presencia. Se muestra tal cual es. Los pájaros emiten sonidos desesperados, famélicos, la vida se aferra a la vida, desesperada y cruelmente, a costa de otras vidas.

No puedo tragar una gota de saliva y me siento afligido. Elevo mi vista al cielo y encuentro un sol casi negro, un sol afiebrado, exactamente el mismo sol que imaginé en aquellos relatos de la selva de Horacio Quiroga, un sol que pronosticaba el fin, la caída irreversible.

Me invade la absurda idea de escarbar en la arena hasta encontrar agua dulce para beber.

Y de alguna manera llego. De otra manera también. Ya estoy de vuelta. El mar jugó con mi inocencia ¿Dónde quedaron los castillos que alguna vez construí... y las pelotas de playa y las sombrillas y toda esa gente apiñada, vacacionando y todo lo que se supone has de encontrar en una playa?

Estoy de vuelta en Mar de Oboc y el mar me enseñó una lección. Me siento un maratonista triunfante al que nadie recibe con una botella de agua. Sólo trescientos metros más…Un pequeño búho entre los pastos amarillos me observa y luego gira el pescuezo en 360º y me vuelve a mirar como quien mira a un borracho tambalear.

Doscientos metros más…Vaya pueblo fantasma. Entre el ocre general fosforece una prenda roja que viste el viento en la distancia. Cien metros…ya casi estoy. Llamadores de ángeles hechos con caracoles agujereados. Beberé del pico para no darle ventaja a mi aliento.

0 comentarios:

Publicar un comentario

Y usté dice...¿cómo es que dice?...bueno, diga nomás lo que usté quiera decir!