sábado, 1 de marzo de 2008

Libros Publicados

Durante mucho tiempo me resistí a publicar o lo consideraba pretencioso o difícilmente posible...hasta que las cosas se acomodaron, tomaron su curso y fluyeron para transformarse en este sueño que recién comienza a materializarse.

Desde este blog podés leer fragmentos elegidos de mis libros, enterarte de novedades, presentaciones, futuras reediciones, conocer autores, webs y blogs amigos, etc, etc. Sin embargo, si sos de aquellos que no se bancan leer desde el monitor mucho tiempo o te interesan los libros completos en soporte papel, podés optar por leerlos en tu casa, en el sofá, en la cama, en el bondi, tren, cama paraguaya o simplemente tenerme entre tu biblioteca juntando polvo, vos decidís! De esta manera además colaborás con el autor para que le resulte posible seguir publicando.


sello editorial: )elasunto(
pgs. 180pgs. cuentos.
Tamaño: 14,5 x 20,5.
Diseño de tapa: Luciano Fredes con dibujo de Rosana Franzone y retoques de Nahuel Fredes.
Diagramación: Pablo Strucchi
Corrección: Diego Arbit
Datos de impresión: Tapa full color 250gr. pegado binder.
Offset digital. 200 ejemplares.

2008

“Indeleble”
es piedra transformándose en carne viva, concreto mutándose en un río de sangre y savia que fluye a través de los sentidos más ocultos y arraigados. Una única y gran huella dactilar, un mapa del dolor, de los recuerdos, de los escombros de la infancia, una bienvenida y una despedida.
Una mejilla rota que deja entrever los engranajes que dominan nuestras acciones.
Facciones talladas en piedra, perdurables, imborrables, inalterables; como el rostro de la experiencia.

sello editorial: en el aura del sauce
pgs. 184. novela
tamaño: 10 x 17
Diseño de tapa: Nahuel Fredes
Dibujos tapa y contratapa: Rodrigo Campos
Diseño de Interior: Sebastián Bruzzese
200 ejemplares
2009

La estética de la tapa al estilo Tim Burton, nos anticipa un relato de amor que trasciende la muerte, pero no la muerte como tal sino en sus múltiples variantes; final de un proceso, cambio, pasaje a otro estado, etc. El féretro compartido y esta novela son un portal que permiten vislumbrar la trascendencia y la superación de los cambios de la vida.
La relación amorosa fluctuante narrada en el libro sirvió como excusa de un relato que está lleno de anécdotas, de pensamientos y de la subjetividad del autor exhibida a flor de piel.
La novela Féretro para dos está construida desde lo autobiográfico, el autor es un artista joven que frecuenta lugares habituales, esta muy cerca de la realidad y la vive tratando de sobrevivir.

El costo de cada ejemplar es de 15 pesos (tanto Indeleble como Féretro para Dos) y podés conseguirlos escribiendo a cualquiera de estos dos correos: sadkerouac(arroba)hotmail.com / cheeba79(arroba)gmail.com

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Infaltables Agradecimientos:

A mi hermana Gaby, una fiel lectora que alguna vez me dijo: “¿y por qué no armás algo con todo eso?” y me motivó a hacerlo.
A mi viejo Quique, por ser mi amigo y haberme apoyado material y espiritualmente en este proyecto.

A Romina Muñoz por haber sido mi compañera e inspirar buena parte de mi obra.

A Rossana Franzone, una diseñadora que hizo el dibujo de tapa (Indeleble) sin que nos conozcamos personalmente.

A Rodrigo Campos, genial ilustrador marplatense, por el dibujo de tapa y contratapa (Féretro para Dos)
A Luciano Fredes, por el armado y diseño de portada y contraportada (Indeleble)
A Nahuel Fredes, por el diseño de tapa y contratapa (Féretro para Dos)
A amigos incondicionales como Lucas y Emanuel, con quienes también trabajamos juntos en otros proyectos.
Al escritor Pablo Strucchi y su mujer Marol por abrirme las puertas de su casa y dedicarme su tiempo.

Al equipo de )El Asunto( por encargarse de la gestión e impresión del libro.
A Sebastián Bruzzese, amigo, poeta, editor de En el Aura del Sauce, entre otros proyectos editoriales.
A la gente de Poesía Urbana, grupo de agitación cultural, por la difusión.
A Juan Xiet y Nadia Caramella por reseñar mis libros.
A Diego Arbit por las correciones de Indeleble.
A escritores independientes como Guillermo de Pósfay entre tantos otros que disfruto leer y que desde hace años venden sus libros en las calles y recorren este camino en el que hoy pongo un pie.

A la FLIA (Feria del Libro Independiente & Alternativa) que me abrió las puertas para conocer a cientos de personas increíbles, escritores, poetas, editores, músicos, fanzineros, artistas plásticos y cantidad de loc@s lindos en general.
A todos los que puedo estar olvidando y a VOS!

*Todos los Derechos Reservados* (aunque tenés permiso de difundir cualquier parte de este libro a través de medios gráficos o digitales citando la fuente).

A Través de los Ojos de un Nene Triste


Ilustración por Santiago Fredes (Grupo Ninios)

Nací bajo el signo de Escorpio una estrellada madrugada de 1979. Mi madre nunca dejó de cuestionarse mi rebelión, mis susceptibles cambios de ánimo, las inconstancias de mis búsquedas y lo absurdo de mi lógico mundo patas arriba.
Aún mis más dulces recuerdos están empapados de la saliva del último triste beso de despedida. Siempre tuve muy buena memoria. Puedo asegurar estar viviendo en este mismo momento la primera reprimenda que me dio mi madre, cuando a los nueve meses clavé mis primeros dientes en la confianza de su pezón y su alimento. Mi condena se redujo a la plasticidad de una mamadera.
Ahora estoy cayendo de los altos estantes de la curiosidad, culpando a las patas de la banqueta traicionera; envuelto en el llanto de un piso de parqué.
Ahora me suelto de la mano del paseo con mi abuelo y entro en jardines prohibidos y arranco flores –tacos de reina- abro canillas y orino troncos de plátanos, conjugó mal los verbos y mastico crocantes orejas de cerdo porque en el supermercado decía: “Sírvase Usted mismo”. Por razones laborales de mi padre hice buena parte del jardín de infantes en Rhode Island, Estados Unidos. Ya lejos de los plátanos de Victoria y San Fernando me orinaba encima por no saber decir la palabra “Bathroom”.
Mis lágrimas congeladas sobre las luces de neón y los milk-shakes de frutilla, las mesas de pool envueltas en humo, las largas barbas, los muñecos de nieve con zanahoria por nariz y los mapaches de madrugada que rompen bolsas de basura como gatos de Buenos Aires. Nunca podría olvidar las corridas por los verdes parques de los aguijones de abeja en las plantas de los pies, las oxidadas escaleras de emergencia, el drogadicto de arriba y el loco de abajo, la campera roja de mi madre y los villancicos, canciones de fogón y de manzanos marchitos que me cantaba mi padre.
Y ahora estoy volviendo al patio de dos por dos de mi país, a mi tortuga Cleopatra transformada en número de circo; haciendo equilibrio en un palo de escoba que tenía en mi boca y al accidente de mis cuerdas vocales casi arruinadas para siempre.
Vuelvo al terror de los ya extintos e ineficaces cucos y hombres de la bolsa, sátiros de estiletes, a las aterrorizadas huidas de las falsas ambulancias y de las luces-ojos; a los cocodrilos debajo de la cama y a lo que ocultan las puertas y bañeras; a los mundos fabricados en la electricidad de una habitación a oscuras y al sueño conciliado en la agotada paz de la primera luz de una vieja persiana de madera.
Vuelvo a los amigos del barrio, a las escondidas y a la bolita, a los experimentos con hormigas y a los cuarteles en un cantero, al barrilete enganchado y a los barcos de papel seguidos por cuadras en una cuneta ensanchada de lluvia. No dejo de lado a la aurorita con ruedas o al festejo de goles entre arcos de paredes y postes de luz.
No me olvido de las guerras de uva bajo la parra, de como picaban los venenitos de paraíso, del primer ojo morado o del primer pez que pesqué, una piraña.
A los trece años fumé mi primer cigarrillo, a escondidas, en una terraza de cemento desnudo. El achanchado perro del vecino que peleaba con el sueño en una sábana de nylon y la esencia de shampoo frutal que emanaba de la claraboya del techo vecino fueron mis testigos. Miré una nube desflecada y me sentí un hombre experimentado.
El tiempo pasó y fui creciendo, di mi primer beso en una plaza que no paraba de girar; tenía a la sortija en perpetuo poder. Trepé los relampagueantes paredones del amor prohibido, me enamoré de voces y de fantasmas y escuché tristes historias de putas tristes. “Tenés ojos de nene triste” –me dijo la única mujer que realmente amé-Eso es lo que nunca dejaré de ser...

(Fragmento)

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Despertar!



Nadie imaginará jamás el proceso de su liberación, tan digno de figurar en el libro Guinness de los records, si éste contemplara entre sus páginas las conquistas internas de ciertos hombres anónimos que adquieren la ingenua sabiduría de la luz divina, aquellos que han observado sin ojos la magnánima esencia de la verdad absoluta.
“Si me quieren encontrar que me busquen en el fondo del río, ahí es donde estoy” había sentenciado desde el fondo de su mente.


Sonrió por un momento al imaginar estar constituido exclusivamente de fango, una estructura física de piernas, brazos y boca formada por el algodonoso lecho de un río, por el baboso organismo de la descomposición; el mismo material que lo asqueaba al contacto y que desde las plantas de sus pies revolvía de irresolución todo su ser cuando de niño, tímidamente, aventuraba otro corto paso en ese suelo invisible y repugnante de sus tardes de domingo y de isla.
Y es que su teléfono celular no dejaba de sonar, seguramente lo estarían buscando de la oficina para reprenderlo con sordas amenazas que no aceptan replicas ni pretextos, sí; era fin de mes y cierre de revista y por los menos se quedaría hasta las siete u ocho de la noche frente a su escritorio de la redacción, atiborrado de trabajo. Pero ahora se había ausentado misteriosamente y además en la oficina lo estaban buscando, haciendo sonar su teléfono celular y mandando desesperados mensajes de texto que justificaran su ausencia física.
Había dado por lo menos tres panzadas momentos después de que lo extrajo del bolsillo de su saco azul, tres olímpicas panzadas antes de hundirse definitivamente en el inconsistente lecho marrón.
Volvió a sumergirse en las cálidas aguas de su infancia, en el furor de la competencia, la búsqueda de aquella piedra perfecta, achatada; tan afilada como para cortar la superficie del agua y rasgar la piel de sus pequeñas crispaciones acuosas, una delgada porción de laja brillante que derraparía en sucesión cinco, seis y quizás más veces hasta zambullirse como su teléfono celular, convertido en una extraña especie de anfibio con una única antena negra y un croar mecánico y antinatural.
Esa mañana su corbata lo incomodaba más que de costumbre, tal vez la había enlazado demasiado rápido, enajenado de su propio reflejo mientras miraba de reojo una pava que comenzaba a hervir.
Era hora pico en la estación V., los portadores de maletines, diarios, trajes y cigarrillos apretaban los dientes, se mordían los labios y formulaban silenciosos insultos mientras formaban una incivilizada fila por sobre las líneas amarillas del andén. Al instante aparecería el tren y cada uno aseguraría su ascenso a fuerza de empujones, miradas que exigen disculpas y acartonados perdones, exprimiendo una última gran bocanada a sus cigarrillos a medias mientras profetizaban doce estaciones en las que se esconderían detrás de sus periódicos y consultarían sus relojes sin nicotina...

(Fragmento)

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El Alma & la Araña

Toda su vida había sentido pánico hacia ellas. En eso pensaba mientras su alma zozobraba en perfecta sincronía con los viejos tirantes de madera de su cama.

Aquella fría madrugada insomne, de estrellas despabiladas, sentado rígidamente en la cabecera de su cama; se sentía extrañamente observado.
Era como estar viendo su propia imagen desde un punto más alto, una elevada perspectiva que lo abarcaba y lo disminuía.


Encendió un cigarrillo para darse ánimos. Lo entristeció ver su manta a cuadros revuelta en los pies de la cama.
Una hebra de tabaco convulsa, rebelde y húmeda agoniza en llamas y ese fue el interruptor, el desperezo de la soledad, un rancio chasquido en la noche que los grillos decidieron callar.
Recordaba bien aquella tarde nublada de su niñez, había sacado un frasco de mermelada vacío de la alacena y de alguna manera la había atrapado, había jugado con ella, le había hecho dar vueltas, la había mareado, la había mirado directamente a los ojos con desprecio y finalmente había planeado mil torturas posibles...

(Fragmento)

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El último Regalo

No deseaba despertarla. Un tirante de madera de la vieja cama traicionó su intento de silencio, frustrando por un momento esa dulce sinfonía para transformarla en un desenfrenado arrebato de distorsión, casi un despertar forzado.

Aún seguía dormida y ya retomaba la paz de su sueño bajo la blanca sábana que fulguraba en la penumbra y que cubría su espalda a medias.


Él, finalmente se reincorporó hasta sentarse en el extremo de la cama. Al girar su cabeza podía ver el cuadro que ningún pintor podría reproducir con tan fina y sensible exactitud.
O era que tal vez se sentía orgulloso al tener a una mujer en su muy a menudo solitario lecho.
Su bella ilusión duró poco. De repente lo invadió una pesada conciencia de domingo. Probablemente se tratara de ese día o tal vez fuera uno que se le parecía demasiado.
Desde muy chico lo atormentaba la ironía del séptimo día al pronunciarlo en inglés “Sun-Day” (Día de sol), y es que siempre se le presentaba sólidamente nublado; a pesar de que un musculoso sol saliera a ejercitar sus brazos de luz.
A eso se sumaba la lánguida lividez de su atmósfera, una electricidad fofa, sin voltaje, suspendida.
Sintió náuseas al verse envuelto en una triste luz lechosa que se colaba por las lastimaduras de la persiana cerrada.
Se tomó la cabeza entre las manos y ahora, tan bruscamente, había empezado a dolerle; un dolor punzante, como si frías estalactitas atravesaran sus sienes y escarcharan su grasiento cabello revuelto.
Recordó que había bebido demasiado la noche anterior, tan nítida y oscura, estrellada e interminable, sin el neblinoso reproche de ningún amanecer.
Pero ahora la primera luz venía a vengarse de él y de la credulidad de su noche feliz, estancada en el tiempo, eterna.
Tenía la boca reseca. Su lengua era una agrietada porción de desierto.
Hipó una o dos veces. Su intoxicada caja torácica se sacudía como la vida residual y espasmódica de un insecto que agoniza envenenado, contracciones musculares fuera de control, un regurgitar de nicotina y alcohol emanaba de la profundidad de un volcán gástrico.
Contuvo la respiración un buen rato, congelado e inmóvil.
Sintió terror al descubrir que los pliegues de la sábana habían desaparecido, el tirante de madera había vuelto a crujir y ella giró; despertándose, mientras le sonreía con ojos entornados y somnolientos, de alguna manera prometedores...

(Fragmento)

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Los Condenados

Una calle de luna recortada entre bosquecinos pinos y eucaliptos, una calle de olvidada pobreza oxidada, de ladridos improvisados; una triste calle de Sudamérica.

Me animaba la certeza de que en pocos minutos estaría acurrucado bajo las frazadas. Remendé mi soledad silbando alguna porción de melodía de tango.


Apareció como un bulto lejano y accidentado, justo en la intersección de cuatro esquinas, ya pavimentadas.
Me fui acercando y en el momento en que estaba por seguir de largo, di media vuelta y me puse en cuclillas.
Todo su cuerpo se sacudía intermitentemente, como una lámpara eléctrica de filamentos a punto de desunirse, como los últimos espasmos branquiales de un pez echado en tierra.
El temblor de una de sus patas parecía tener autonomía propia.

Le demandó un gran esfuerzo alzar su cabeza para reconocer quien era el que se había dignado a descender hasta la altura de su abandono.
Apoyé suavemente la palma de mi mano sobre su cabeza ¿tenía algún sentido mi pena, mi tardía muestra de afecto, mi dolorosa redención?.
Me sentí incapaz de abandonarlo. Me miró a los ojos y de una u otra manera me dijo sin ningún rencor o reproche: "No hay más caso... soy un condenado, siempre lo he sido - incluso desde antes de haber nacido- ya no puedes hacer nada por mí, ahora sigue de largo... con tus bolsillos y tus silbidos, directo al calor de tu sueño y tu cama".
Ya había bajado su cabeza que se rendía al pavimento de la noche. Nunca se había desprendido de sus lagañas de perro triste, de sus lágrimas solidificadas, que ahora eran más gruesas y saladas que nunca.
Lo miré por última vez y seguí mi camino, sabiendo que cuando el sol se asomara por esos elevados pinos y eucaliptos, que cuando los pájaros en la altura gorjearan los firuletes del nuevo día; allí abajo, en la intersección de cuatro esquinas ya pavimentadas, la helada muerte habría hecho su trabajo...

(Fragmento)

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Carta a Tricky

Cuando te trajeron en una caja de zapatos tenías nada más que cuarenta y cinco días, una graciosa bola de pelo negro, ojos saltones y trompa chata.

Inmediatamente te bauticé “Tricky”. Ese es el nombre de un músico de raza negra enmarcado en la categoría, en el género musical “trip hop”.



Más allá de esto me parecía un buen nombre, sonaba bien al oído, era breve, simpático y fácil de pronunciar.
Tiempo después, quizás por curiosidad, busqué en el diccionario el significado de esta palabra que me era desconocida y en letras impresas encontré: “engañoso, tramposo, astuto, ingenioso, mañoso, arduo e intrincado”.
A partir de entonces (tal vez condicionado en parte) pude comprobar que ningún otro nombre te habría sentado mejor que el que llevabas, que con cada una de esas acepciones te había predestinado; con cada uno de esos rasgos distintivos de una personalidad que te enumeraba acusadoramente en momentos de sumo enfado.
Podía perdonar y olvidar medias y pelotitas de tenis, la camisa cuadrillé que tanto me gustaba, desgarros, hilachas e inesperados círculos color ámbar en cualquier parte de la casa.
Esas eran travesuras comunes a tu edad, todos las hacían en su etapa de crecimiento.
Cuando empezaste a crecer un poquito mas, mamá te compró una cucha, una de esas lindas que venden en las veterinarias... me acuerdo que tenía el techito azul.
Bueno, no duró tanto como esperábamos; se rajó la parte del piso y te la cambiaron por una nueva diciendo que el material estaba malo de fábrica.
Ésta tenía el techo rojo, era más linda y parecía un hermoso chalecito. Tampoco duró mucho y esta vez vos tuviste la culpa y a vos te retamos el día que te encontramos jugando con pedazos de techo rojo, con trozos de fibra de vidrio en la boca.
Pero tuvimos paciencia, todavía mamá estaba de tu lado y ¿te acordás lo que hizo?... Sí, te mandó a construir una de material, de ladrillos y cemento; una bien fuerte que te duraría para siempre y que no podrías destruir.
Cuando le conté todo eso a la gente, tenés que saber que me refería a la historia de los fuertes soplidos del lobo a las alternantes casas de los tres chanchitos.
A veces te sacaba a pasear sin importar...

(Fragmento)

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La Influencia de la Influenza

A-a-a-chisssssss! Qué lo tiró de las patas! – dijo Ricardo Pfeiffer mientras llevaba a su enrojecida nariz un pañuelo amarillento, apelotonado de costras.

Hacía casi tres años que estaba viviendo en el geriátrico de Boulogne Sur Mer al 400. Sí, su memoria aún no fallaba; era tan fiel como el mecanismo de un viejo reloj cu-cú y aunque no saliera a cantar a cada rato su corazón siempre volvía al recuerdo de su hogar, aquel de techo a dos aguas labrado en madera.

El domingo pasado cumplió ochenta y cuatro años. Lo fueron a visitar su hija y sus dos nietos. Llevaron dos globos celestes, una guirnalda y un bizcochuelo de chocolate con dulce de leche y hasta le habían hecho soplar las velitas.
Ahora era miércoles. Volvió a estornudar y a escarbar en el bolsillo de su pantalón resfriado. Era miércoles y todavía faltaban tres días más para el día de visitas. La mitad de la semana dividía también sus emociones, las risas, besos, abrazos y el olor de las velas apagadas al ritmo de un “Feliz Cumpleaños, abuelo!”; ese brillo enceguecedor de un espejo repasado obsesivamente en la memoria más cercana, se contraponía al tenso entusiasmo de la espera, un monótono y eterno presente que dictan las hojas de plátano que caen repetidamente como si fueran siempre una sola.
Como en el interior de un afiebrado bote naufrago, Ricardo se balanceaba lentamente en la mecedora del luminoso hall de entrada. Había amaestrado los crujidos de la madera y el rítmico vaivén marino lo adormecía.
Desde el orificio izquierdo de su nariz fosforecía la destilación de un milimétrico fluir.
A-a-achisssssss! La fuerza de un inesperado envión a doscientos kilómetros por hora lo hizo doblarse en la mecedora. Otra vez!. Le picaban los ojos y sentía la jornada de trabajo de un hormiguero en su garganta.
“Pasé bien la mitad del invierno y ahora me vengo a jorobar”. –pensó.-.
Las antiguas ventanas pentagonales filtraban el infernal ruido de los colectivos que pasaban por la avenida y lo transformaban en un lejano rumor aserrado.
La escenografía se completaba con dos ancianos que se erguían impasibles sobre un tablero de ajedrez y algunas cuantas tinajas con ficus raquíticos y aburridos.
“No!, esos dos no me pueden haber contagiado. Tampoco es una alergia. Nunca fui alérgico a nada, ni al polen ni a las pelotitas de los plátanos ni a los pelos de gato. Además acá no hay nada de eso”...

(Fragmento)

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El Otro Lado

Quiroga me reprendería, estoy escribiendo bajo el imperio de la febril emoción que no puede esperar.

Una mano temblorosa con restos de sangre bajo sus uñas rinde tributo a su víctima, aquella que no desea olvidar mañana al despertar.
Decenas de veces había sido afectado testigo de borboteantes yugulares que alcanzaban los cien grados centígrados.


El punto máximo en que rompe el hervor y agitadas burbujas dentro de la olla se transforman en lo que alguna vez fueron, agua calma.
Gritos de dolor rebalsan del filo de una invencible cuchilla y se metamorfosean en el producto final que oscila en la altura, bajo tubos fluorescentes y blancos delantales salpicados de vida seca.
Carnicerías y granjas, pescaderías y vecinas -la mía o la suya- abren sus monederos y señalan con el dedo a lo que pende del gancho, a la vez que apartan la vista de los asquerosos delantales y ponen en funcionamiento las válvulas de sus narices criminales que no deben traicionarlas inspirando más veces de las recomendables.
Extraen el importe aproximado de lo que están dispuestas a pagar por lo visiblemente tolerable, por una imagen que siempre fue la misma, por un proceso previo en el que prefieren no pensar, por lo socialmente aceptable... lo más natural -artificial- y menos salvaje... por una afilada cuchilla invisible.
No las culpo! Usted y yo somos como ella... aunque hace unas pocas horas sentí que tal vez haya pasado irreversiblemente al otro lado, el sector reservado a los que empuñan y apuntan y afilan y cortan.
Antonio Orlandi fue alguna vez propietario de una armería y cuchillería ubicada en la calle Leandro N. Alem... eso es lo que pude ver en la pequeña caja que contenía cien balines microcalibrados, calibre 4 1/2; que acababa de abrir y que mi abuelo -al igual que el rifle en cuestión- mantuvo fuera de mi alerta búsqueda durante años.
TRAC! la repentina fuerza del aire descomprimido fue a dar directamente al pecho de uno de los tres... fue a dar en su pecho hasta estallarlo...

(Fragmento)

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El Interruptor Fijo

Todo relato de iniciación debe tener una sola marca, ser fiel en los detalles, sincero en lo que determinantemente lo convierte en único. De cualquier otra manera estas evocaciones se transformarían en la repetición de la experiencia de alguien más o en una mezcla de varias previamente contadas y escuchadas por alguien más, tergiversadas y amoldadas; por lo tanto incurriríamos en la falsedad más grande... habernos mentido a nosotros mismos.


La palabra "experiencia" significa sufrimiento, únicamente porque todo cuanto experimentamos deja una huella indeleble, cruzar una raya en la arena trazada por nosotros mismos; por los límites que ahora hemos atravesado hasta adquirir la plena conciencia -dolorosa- de que nunca jamás volveremos a ser las mismas personas.
Contrariamente al funcionamiento de un interruptor encendido-apagado (en el que siempre se puede volver al origen a gusto) solo podemos girar las cabezas a través de nuestros hombros y contemplar en cuclillas el paredón que hemos saltado.
Los condicionamientos sociales, como una edad específica en la que debe sucedernos / experimentar cada cosa, muchas veces se arraiga en la vergüenza que atenta contra la pura verdad que nuestro interior conoce.
El primer día de mi primer año de secundaria, el profesor J. de literatura nos encomendó una tarea específica. La severidad y robustez de J significó ese punto y aparte contrapuesto a la maternal calidez de una acostumbrada maestra de grado.
Algún tiempo más tarde añoré y agradecí esa severidad, no solo en él sino en sus similares... los únicos profesores que han permanecido en mi memoria son aquellos que más he odiado, que más se han empeñado en hacer difícil el transcurrir de las cosas, por ende; de quienes más he aprendido.
La tarea encomendada consistía en redactar para la semana siguiente una composición sobre el tema "Mi Primer Cigarrillo".
¿Es que acaso este profesor-armario no se detuvo a pensar que a los trece años difícilmente muchos de nosotros habíamos incurrido en ese vicio?.
Nadie se atrevió a objetarle nada en absoluto a J. mientras todos colocaban en una rayada hoja de carpeta el título.
Toda mi vida había odiado el tabaco. Mi padre me había relatado innumerables veces la muerte de mi abuelo a causa de el y yo juraba y perjuraba que nunca me acercaría al nefasto cilindro de muerte.
Pero a partir de ese momento, desde la tarea impuesta por J., se había producido un clic en mi interior. Nunca sostuve la posibilidad de mentir, de escribir una ficción, de dar sustancia a una de esas tantas historias gelatinosas que había escuchado.
La de mi abuelo materno A, era una excelente opción. Cuando contaba con diez años y mientras su padre dormía la siesta, le había extraído su tabaco y su pipa y se había alejado para probar el misterio -siempre lo imaginé debajo de una higuera o algo así-.
Poco tiempo después se vio invadido por un violento acceso de tos y el misterio tuvo el color azul amoratado de su rostro.
Desde entonces nunca más sostuvo una pipa o un cigarrillo entre sus dedos.
Fuera cierto o no, sonaba real. Algunos años después -a pesar de que él no tenía el vicio- llegué a pensar que se trataba de una fábula, una exageración, una especie de historia-moral para producir un efecto en su nieto, una buena base de miedo y una cobertura de prohibición...

(Fragmento)

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El Rollo Velado

¿Fue de mañana, de tarde o de noche? ¿Batían sus alas las chicharras en el plátano de enfrente? ¿Ya los gorriones se habían puesto sus suéteres?...
¿Sucedió anteayer o hace muchos años?. ¿Por qué debo adornar falsamente esta historia para ustedes?.
Pudo haber sucedido en un "día" fuera de la tierra, sin luces ni sombras, frío o calor.


Quizás no existieron chicharras ni plátanos, ni gorriones ni suéteres... ni batir de alas de quitina o canutos de plumas.
Es probable que ustedes prefieran un robusto ombú de monstruosas raíces, un cielo nublado y una paloma buchona que mira de reojo.
O un nervioso tilo trepado por un monotemático cordón de hormigas invasora común (lridomyrmex humilis) en una tarde celeste.
No voy a limitar su imaginación ni a poner en aprietos innecesarios a la propia...porque nada de eso tiene verdadera importancia en esta historia... no mas de las que ustedes le puedan dar.
Debo presentar a mi "protagonista" -es decir, el primero que agoniza- aunque decreto que esto es un error!, el co-protagonista es el que sin duda sufre en este caso un explosivo desenlace.
Para eso falta, me estoy adelantando antes de haber empezado.
Es necesario un nombre... o dos al menos. Ayúdenme!, piensen!... no se las voy a hacer fácil.
X y Z suenan muy matemáticos, convertirían la narración en una ecuación impersonal y Fulano y Mengano son moneda corriente y sin valor.
Si usted tiene pretensiones artísticas está invitado a participar de esta propuesta abierta de ser protagonista, para eso debe completar su nombre a continuación ------------------.
En caso de ser seleccionado será comunicado a la brevedad y su nombre propio bautizará a mi personaje.
Pero olvidaba que usted no existe ahora y en caso de que exista después -en el presente en que está leyendo-, estará maldiciendo mi propio presente -este en el que escribo- deseando descongestionar el embotellamiento de palabras que van por el carril de tránsito pesado...que tienen delante un inamovible camión de 22 toneladas -puede transportar ganado hacia un matadero si usted conviene-.
¿Aún no se le ha ocurrido nada?... ¿Pensó en su vecino o en el verdulero de la esquina? ¿Qué olvidó como se llaman?.
¿Qué le parece "Cacho"?... suena familiar y cualquiera puede serlo o no. Bien puede ser un apodo de "Oscar"; pero digamos que en este caso solo es "Cacho" a secas.
Un Cacho que se llamó Rodrigo o Fernando pero que siempre quiso ser un Cacho hasta que felizmente se transformó en uno.
Cacho era joven ¿aún lo es?. No importa. Solo deben pensar en un joven promediando sus veinte como rasgo distintivo de una banana de cáscara verde, que aún no ha llegado a transformarse en el buñuelo de su oficio.
No pueden culparme!, les he dado a elegir... pero no puedo conferirles esa responsabilidad en cuanto al empleo de nuestro Cacho.
No daría lo mismo que fuera zapatero, mecánico, empleado municipal o visitador médico.
Cacho era gendarme y estaba cursando sus estudios en el liceo, en el instituto, en el regimiento o en la academia; en definitiva, en el lugar que fuera y que desconozco, que ocupa a la fuerza de gendarmería...

(Fragmento)

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Permitido Suicidarse en Primavera

Soy un anónimo de entre cuarenta y cinco y cincuenta años (o mejor dicho era) cuando aún estaba vivo. Tenía bigotes y además iba bien vestido.
Eso es todo lo que los medios dijeron de mi y ya es demasiado, porque si no hubiera llevado un fino bigote recortado y un traje y un reloj pulsera, la sociedad entera no hubiera lamentado en ninguna medida mi desaparición del planeta tierra, dedicándome dos o tres líneas fúnebres.

Por lo que además de un simple anónimo habría sido un anónimo indigente, un anónimo ciruja, un vagabundo sin nombre; una noticia que no vende y que a nadie le interesa comprar. Una persona que ya no tiene siquiera el derecho de suicidarse porque ya está muerta, porque ya la mataron dándole vuelta la cara; con el arma mortal de la indiferencia. Nada más que una pila de carne y huesos envuelta en apestosos harapos meados, todo cubierto con una bolsa de consorcio negra y derecho y rápido a la morgue sin una sola pregunta.

Pero sólo hablaré de mi, aunque sólo pueda conjeturar sobre lo que los demás han conjeturado de mi mismo.

Desde algún tiempo atrás ya no podía recordar los días, ni las noches, ni las horas ni los relojes. Ni un rayo indirecto de sol penetraba en la coraza de mi alma de invierno congelado, mi espíritu de ramas raquíticas y peladas, mi entusiasmo de savia estancada.
¿Por qué padecer este invierno perpetuo? Me preguntaba. Ni siquiera podía soportar el frío, ni las pesadillas del lecho de mi ser sin frazadas, un perro sufriente hecho un tembloroso ovillo de lagañas y ojos tristes, obligado a sonreír y divertir y mover la cola por dos míseros granos de alimento.

Es extraño. Solo podía recordar cada primavera. Mis últimas cuatro o cinco o seis y hasta quizá siete últimas primaveras. Se me presentaban tan claras y tan nítidas como si esas siete primaveras hubieran sido una sola. Y tal vez me parezca así porque cada veintiuno de septiembre me veía arrastrado hacia el mismo lugar, como si fuera a encontrar algo allí, alguna respuesta, algún nuevo sentido igual al que se me perdió cuando todavía podía recordar cuál era.

Y siempre encontraba la misma absurda repetición. Me sentía condenado a ser testigo de un mundo que seguía girando para el resto, un mundo de niños que ya habían crecido y que ya no eran niños. Me recortaba en monocromo de la insoportable brillantez del césped funcional y recién cortado, parejo como una alfombra o una mesa de billar. Hasta los gorriones refrescándose en charcos parecían ser empleados de la primavera y también las palomas a control remoto que solo se apuran por una miga de pan o un grano de maíz y los nuevos niños que corren y los adolescentes que gritan y cantan y se emborrachan y los olvidados ancianos, postrando su jubilación de bastón en un banco de granito. Y allá pasan los oportunistas vendedores ofreciendo sus ramos rojos y rosas de vida muerta.
Todos representaban esta gran farsa renovada, esta obrita con escenografía de cartón corrugado de colores, los hilos de la perversidad que alguien movía para que este día en especial fuera lo que se suponía debía ser...sin importar que la sangre fuera siempre otra, ésta imagen debía prevalecer.
Estaba decidido a ponerle una palo a esta rueda indigna, una piedra a sus rieles, un manotazo al volante de la línea recta; arrancar la máscara de un solo tirón y dejar en carne viva e indefensa las flacas ilusiones del mundo...

(Fragmento)

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Las Sinfonías




Las Sinfonías


1. “Ahora… (Un mes después)”




Finalmente las patas de las sillas retrocedieron, dejó de escucharse el noticiero de medianoche en la televisión, el vaso de agua para la mesita de luz fue llenado, mi abuela me dijo “Buenas Noches”, la pelotita de goma de Daisy rebotó cortamente en el piso... y sus pezuñas de cerámica fueron tras ella en la oscuridad; el termotanque hizo un shhhh! metálico y dejó de calentar el agua para irse a dormir, agotado... como el resto de la casa, de los que viven de día y vuelven a apagar sus veladores.
Todos salvo la rata blanca Werner, que al igual que yo esperaba ansiosamente la finalización de ese interminable ritual... que a mi me permitiría contar esta historia y a él... bueno, a él; echarse de panza en su nido de viruta... o andar en su rueda.
Y de repente tengo una duda y me trepo a un alto estante y me doy cuenta que “Raoul Duke” era el nombre del periodista gonzo (interpretado por el gran Johnny Depp) en “Pánico y Locura en las Vegas” de Terry Gilliam... y trepé a ese estante solo porque él fue quien dijo: “Si sacás el pasaje tenés que hacer el viaje” y eso se transforma de alguna manera en el comienzo del relato que me he propuesto contar hoy, animado por la compañía de mis cigarrillos jujeños CJ y por la certeza de que mañana es nunca... y pasado mañana es nunca jamás.

2- “La Partida… (Un mes antes)”

El bolso azul que me había prestado Huapi era demasiado grande, y estaba lleno de parches cosidos con inscripciones anárquicas... y a pesar de que había intentado no cargarlo demasiado, era inevitable detener mi marcha cada pocos minutos y cambiarlo de brazo... como si llevara un muerto dentro.
Y es así como llegué a la terminal de ómnibus de Retiro, acompañado de mi padre, encargado fundamentalmente de dos cosas; ayudarme con el equipaje y despedirme.
Casi dos horas después de lo pautado veo ante mi el colectivo que me transportaría 2800 kilómetros a lo largo de casi dos días de viaje a través del sur de mi país, hasta Calafate; provincia de Santa Cruz.
Al levantar mi vista, congelada pensativamente en todo tipo de cavilaciones que tenían como marco la desvencijada estructura de ese ómnibus, debo haber mirado a mi padre bastante trágicamente. Al rato los dos empezamos a reír y a hacer bromas y él me dijo que le hacía acordar a cuando viajaba al sur a principios de los años setenta, haciendo trasbordo de trenes, colectivos, dedo en las rutas y demás detalles que me había estado refiriendo en el tren Tigre-Retiro momentos antes; viajes de cuatro agotadores días de ida.
Y sus viajes de treinta y pico de años atrás se transformaron en la segunda misión que tenía para el mío en ese momento... pero ya volveré a eso más adelante.
Un abrazo de despedida, una frase: “Ojalá que por lo menos te toque una mina como compañera de asiento” y un cargado ascenso, mochila, gruesa campera de jean con corderito, mi inseparable manta escocesa; una bolsa de nylon con algunas provisiones... unos sándwiches, un paquete de galletitas dulces surtidas, una tableta de chocolate, agua mineral y una petaca de café al coñac.
Al dar tan solo unos pasos comencé a sentirme torpe por mi abultada carga. Todos estaban notando lo exagerado de mi equipaje de mano mientras yo giraba para uno y otro lado en busca de mi número de asiento.

3- “El Viaje”

No podía hacerme a la idea de que la realidad de otros viajes me habían demostrado un espacio físico y una comodidad interminablemente más amplios.
Tracé mil y un equivalentes más... el definitivo, aquél de mayor personalidad y aplicación al caso fue la idea de cruzar medio país sobre un colectivo de línea de corto recorrido, uno como el 60 o el 15... aquellos en los que viajando dentro de la ciudad de Buenos Aires, difícilmente se podría tolerar más de una hora de marcha.
Y allí estaba mi padre, dándome señales de aliento a través de la ventana... hasta haciendo morisquetas para animarme... o eso es lo que se me ocurrió imaginar.
Todavía pensaba en su última frase cuando el transporte se puso en marcha: “Ojalá que por lo menos...”. Y pensaba en Raoul Duke “Si sacás el pasaje...”
Cuando dejé de pensar las luces del colectivo se habían apagado... y las dos frases se habían transformado en realidad.
Una enigmática silueta recortada en la oscuridad, sin nombre, sin edad.
A las pocas horas la empecé a escuchar roncar, suave y cálidamente como lo hace una mujer y no fue hasta la primera parada de ruta (al descender antes que yo) cuando llegué a la conclusión de que al menos tenía un culo aceptable... pero su rostro, sus ojos; todavía eran un verdadero misterio vedado por “permisos” y “gracias” en la oscuridad.
Me preocupaba la idea de no poder dormirme, no poder descansar; muchos pasajeros ya roncaban; las cortinas color gris topo ya se habían corrido para evitar los molestos relampagueos de pesados camiones que pasaban en dirección contraria a toda velocidad.
Comencé a sentir frío en las piernas y me cubrí con mi manta dándome cuenta que ya había perdido la noción del tiempo, solo sabía que era de madrugada y que también estaba sintiendo hambre.
Revuelvo entre mis piernas hasta llegar a la bolsa de nylon y saco la bandeja de sándwiches sintiéndome sumamente “anormal” por hincar el diente a esa hora (la que fuera) cuando ya todos lo habían hecho.
El ruido que hice provocó el llanto entrecortado de un bebé que se acababa de despertar; tal vez en el fondo del micro... y me sentí culpable y seguro de que una madre estaba puteando en su fuero interno a ese desconsiderado de adelante en el que me había transformado.
Solo cuando creía estar a punto de haberme entregado (no al sueño) sino a un descanso conciente, escucho la fuertísima voz del chofer que siempre anunciaba la llegada a una terminal de un pueblo x y los minutos que pararíamos... suficientes para estirar las piernas, fumar un cigarrillo o comprar un paquete de papas fritas.
Ya había amanecido... o tal vez no aún; cuando llegamos a Bahía Blanca (a solo 700km de recorrido). Tenía las piernas entumecidas, los borcégos nuevos me apretaban... así que descendí y me senté en un banco de la terminal, fumando y reparando únicamente en como se miraban, en como me miraban y en como los miraba yo...compañeros de viaje sin nombre, muchos totalmente solos... buscando en otros rostros algún rasgo amistoso con el que se pudieran identificar para intercambiar alguna opinión vacía, sobre el clima, si se había podido conciliar el sueño o no, destino final de uno u otro viaje, etc.
Antes de partir, súbitamente; me di cuenta que ya conocía ese lugar... esa triste terminal amarilla en la que había estado cuatro años atrás... mi amigo Emir y su padre me esperaban para desayunar.
En este momento conjeturé sobre mi compañera de asiento, a pesar de no haber cruzado palabra aun; ya tenía demasiada información a mi alcance y todo, su cara y su edad eran perfectamente normales... carentes de sorpresa quizás ¿qué esperaba?.
Y es así como ella volvió a su sueño, un ronquido leve... una respiración apenas más forzada. Pasé un buen rato mirando a través de la ventanilla, la naturalidad de una línea de horizonte que amenazaba con pegar un repentino y brillante zarpazo de tigre a la noche.
Y sucedió lo que no esperaba... ella comienza a acomodarse y gimiendo satisfecha en sueños, apoya sus cálidos glúteos contra mi.
Por primera vez en el viaje me sentí feliz, imaginando por adelantado como relataría eso en este momento y en que de alguna manera todo lo que sucediera valdría la pena.
Me adormecí con ese pensamiento, entre excitado y sedado.
La próxima parada fue a mediodía y fue cuando me acerqué a ella para hablarle. Me contó que era de Puerto Madryn (un lugar que únicamente podía asociar con enormes colas de ballenas saliendo del océano), estudiaba para despachante de aduanas y había estado en Buenos Aires visitando a sus amigos por las vacaciones de invierno. Lo había encontrado tan lindo (hasta la temperatura) que hubiera deseado quedarse definitivamente.
Sentí pena por ella al ver su carterita, que sin dudas había comprado en Capital Federal... y que muy probablemente se desviviría por esas marcas y esas ropas totalmente fuera de su alcance en su ciudad natal.
Estábamos en San Antonio Oeste... o en Sierra Grande, no importa... ya estaba más al sur de lo que había estado alguna vez en mi vida... ambas veces en el año 1992, cuando fui a Bariloche en viaje de egresados de séptimo grado o a Viedma con un dedo mayor quebrado a competir en un torneo de yudo..
Entrábamos a Puerto Madryn mientras ella me contaba de lo pequeño que era y de cuanto se aburría. Llovía. El cielo estaba cargado de pesadas nubes grises y de poesías de Borges y de tangos de Goyeneche... y todo me parecía melancólico y olvidado.


5- Calafate: “Primera Misión”

Luego de cuatro horas más de marcha en las que la grandeza exuberante del paisaje, la comodidad de las butacas y la claridad que me ofrecían las enormes y limpias ventanillas me hicieran sentir recompensado; llegué finalmente a Calafate.

“El paisaje me revienta. No miro las montañas ni por broma. ¿Qué hacemos con la montaña?. ¿Describirla?. Montañas hay en todas partes. Los países no valen por las montañas”.

De esa forma se expresaba Arlt en la década del 30´ en otra de sus clásicas Aguafuertes (está vez sureñas) publicadas en el diario “El Mundo”.
He trascripto esas líneas únicamente para justificar la culpa que sentiría de no hacerlo.
Más de uno podría creer que estaría pecando al traicionar en este relato todo tipo de coloridas descripciones y metáforas inspiradas por esos mismos paisajes, trazando paralelos con una lejana Suiza... a modo de folletín para turistas.
Tampoco sería 100% sincero si me aferrara íntegramente a la sentencia de Arlt, es decir; claro que he visto las montañas y me he sentido fascinado ante ellas pero, en consonancia con Arlt, siempre preferiré captar la esencia, el alma, las ideologías, las formas de pensar y de sentir; de vivir... de aquellos que me he encontrado en el camino y que de una u otra manera han sido significativos de recordar y plasmar en este preciso instante; en el que han obtenido; sin saberlo, una cuota de anónima inmortalidad.

La primera impresión que tuve de Calafate, una vez en la terminal, dando vueltas y trastabillando con el pesado bolso; era lo extraños que resultaron ser los teléfonos públicos.
Recordé una frase de Lucho (que como había comprobado muy probablemente había extraído de uno de esos carteles de la ruta que daban la bienvenida a la ciudad)... “Calafate es el futuro”...
Seguía con esa frase en mente mientras examinaba atenta y críticamente aquél teléfono público que tenía frente a mí, a no más de un metro veinte del suelo, grisáceo; casi “aerodinámico”, cromado y en algún sentido internacional.
“La puta madre, me cagó un peso”, escuché inmediatamente de boca de –sin dudas- otro porteño.
Me sentí traicionado, en el futuro no solo habría enanos y gigantes encorvados también se seguiría robando... bajo el sutil disfraz de un accidente involuntario.
Sentí desconfianza del futuro mientras ponía monedas de diez y veinticinco centavos (no de un peso), ya que sí podía confiar en el pasado... y eso es lo que me había enseñado segundos antes.

8- “Una Búsqueda, un Encuentro”

Estaba buscando la cerveza local “Vhirra”. Lucho me había dicho que no podía irme de Calafate sin haberla probado antes.
Entramos en una especie de “galpón” (no debería ponerlo entre comillas porque es eso de lo que se trataba), un galpón de más de 90 años, con su piso de tablas de madera y su techo de chapas de cinc mantenidos en perfecto estado.
Como atracción, estantes con antigüedades de todo tipo, por todos lados. Iluminado con lámparas dicroicas y vidrieras prolijamente dispuestas, resultaba un imán histórico para turistas, lugar en el que también podían encontrar bebidas alcohólicas, prendas de nieve, de ski y cd roms (a 30 pesos cada uno!) con imágenes del impresionante desprendimiento del glaciar el pasado 24 de marzo (el último que podía ser calculado, y que a mi me había parecido semejante a las proporciones de una casa).
No encontré mi cerveza. Solo botellas vacías rellenas con agua. No era temporada de cerveza en Calafate, y en el caso de ésta (en su calidad de artesanal) solo debía beberse fría en el momento al no estar pasteurizada ni contener aditivos o conservantes.
Al menos pude probar gratis una buena medida de licor de Calafate, ese frutito rojo –también fuera de época- ¿Será el licor el sustituto del fruto y volveré?...
Salimos a la calle mientras paladeaba lo que había sido dulce en primer lugar, para transformarse toda esa impresión en un trasfondo de la siguiente, amargo, ácido...
Al llegar a la esquina somos interceptados por las hermanas C... de 18 años y S... , dos años menor.
Hacía meses que no se cruzaban con Lucho pero aún así lo recordaban (y recordaban su auto!).
Él me presenta como su “amigo cineasta de Buenos Aires” e inmediatamente abren sus ojos de par en par entre incrédulas y fascinadas, así que intento tomar parte en la conversación.
No dejaban de hablar en ningún momento como si nos conocieran de toda la vida y a los pocos minutos advierto que algo andaba mal.
Historias de ex novios y conquistas, cartas de Bucaray, inventos de embarazos y bolsos armados y huidas, represión y asfixia de una madre recién operada; horarios de llegada jamás cumplidos, paquetes de cigarrillos y botellas de champagne que obtenían gloriosamente “gratis” gracias a algún desprevenido.
No lo juzgo. Nada de esto me parece moralmente incorrecto, pero pude encontrarme fingiendo y me sentí molesto. Ni una palabra sonaba verdadera o era tomada en serio en su justo grado de dramatismo.
Aunque: “¿Por qué no tomamos una cerveza?... ¿Hay alguna plaza por acá?”.
El andar sin destino sufrió un alto y mi medida fue aceptada y reforzada al segundo por Lucho: “¿Por qué no vamos a “La Algarabía?” –Ese es el nombre del único pub joven-
La conversación unilateral sigue su curso, ellas hablan sin parar y yo escucho.
Estamos sentados los cuatro en una mesa cuando comienzo a darme cuenta del juego de mi amigo. Definitivamente no se podía hablar en serio, no se podía tratar ningún tema en profundidad entonces la ironía y el exagerado alarde tuvieron lugar.

No querían realmente conocernos, solo querían sentirse impresionadas por nuestros relatos de violencia cotidiana de la gran ciudad, los grupos musicales que escuchaban y que nosotros veíamos con regularidad en vivo y en directo en cualquier estadio.
Levantamos las copas y brindamos por habernos conocido mientras no paramos de reír. Lucho diciendo de reojo nuestras verdades en el mismo tono de inverosímil patraña, sin encontrar sentido en procurar hacer creer lo verdadero, lo que raramente creerían.
C... me toma del brazo y me dice de forma orgullosa y poco afectada, mientras apunta con su dedo angular bajo la mesa: “Por está pasó todo Calafate”.
Festejé animadamente su afirmación como si ella hubiera alcanzado el mayor de los objetivos personales.
Respeté su escandalosa sinceridad espontánea y sin sentido mientras cerraba mi vista en el plano detalle de una mano y una rejilla repasando una barra en penumbras. Sentí que estaba delante de dos entrenadas prostitutas de corta edad.
“¿Acaso pensabas hablarles de Dostoievski o del amor proustiano?... en una de esas mañana te enseñan a carnear un cordero y de todas maneras es un intercambio...”.

(Fragmento)

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